En octubre de 1909 Sigmund Freud escribía a Jung: «Debemos hacer nuestro el dominio de la biografía», pensando en extender la doctrina psicoanalítica y aplicarla a dilucidar los enigmas biográficos del mundo del arte y la literatura. En concreto, pensaba en Leonardo da Vinci, un hombre al parecer poco activo sexualmente. Su convicción era que la prodigiosa curiosidad intelectual del autor de La Gioconda se debía a la sublimación que había hecho del sexo en favor del saber y del trabajo. Es indudable que Freud proyectaba en la figura de Leonardo su propio cultivo de la abstinencia y lo cierto es que él sí había transformado su pulsión sexual en una pulsión creadora cuando, de acuerdo con su esposa, decidió suprimir las relaciones conyugales para evitar la llegada de más hijos (después de tener seis).
Pero ¿quién podía decirle a Freud que su primer interés por la biografía, género del que después se alejaría, se convertiría años después de su muerte en el mejor instrumento para desacreditarlo como científico? Es una historia que viene de lejos, que arranca del encargo que el SFA –los Sigmund Freud Archives, depositados en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, con miles de documentos reunidos devotamente por un grupo de psicoanalistas para evitar la dispersión y pérdida de su correspondencia después de 1945– hizo a un joven incisivo, brillante y oportunista a fin de que editara las cartas cruzadas entre Freud y uno de sus primeros interlocutores científicos, un médico berlinés llamado Wilhelm Fliess. Si bien este practicaba peligrosas intervenciones quirúrgicas, sus intuiciones fueron muy útiles al psiquiatra vienés, quien abandonó su teoría de la seducción para concentrarse en un nuevo rumbo en sus investigaciones.
En la picota
El joven que recibió el encargo fue un desconocido, Jeffrey Masson, quien extrajo conclusiones sensacionalistas y poco fundamentadas sobre aquella correspondencia (El asalto a la verdad: la renuncia de Freud a la teoría de la seducción; Seix Barral, 1985), causando un daño irreparable al SFA y al propio Freud. Janet Malcolm escribiría un ensayo delicioso y punzante sobre todo ello (En los archivos de Freud; Alba, 2004). En todo caso, el libro de Masson se sumó al de Paul Roazen (Freud y sus discípulos; Alianza, 1986), tomando cuerpo la corriente revisionista en Estados Unidos conocida comoFreud bashing. Tanto el psicoanálisis como su fundador se vieron en la picota, imponiéndose la imagen de un hombre autoritario, maltratador, infiel y mentiroso.
La autora, una historiadora especializada en psicoanálisis, escribió unaHistoria del psicoanálisis en tres volúmenes, de la cual el tercero se centraba en una biografía intelectual de Lacan (Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento; FCE, 1994) escrita con una envidiable potencia intelectual y narrativa.
Los ecos de aquel Lacan resuenan en este Freud en su tiempo y en nuestro tiempo, aunque queda lejos de aquel ambicioso proyecto. El afán reivindicativo de una figura injustamente denostada y la falta de revelaciones sustanciosas sobre un personaje que ha generado ya varias decenas de biografías definen el sentido de la obra. Una utilísima síntesis escrita con inteligencia y la voluntad de enmarcar y comprender a Freud en el contexto de las costumbres y valores de su tiempo.
Juntar las piernas
El judaísmo; el dominio absoluto de la fisiología en los estudios médicos; la feroz represión sexual que se desató en Europa entre 1850 y 1890; la desolación que sentían las mujeres, consumidas por la frustración, hasta el punto de no poder combatir sus múltiples impedimentos y coacciones más que mostrando su cuerpo sufriente; el pánico del poder patriarcal ante una posible feminización del cuerpo social; el dolor de los jóvenes, aplastados por el poder paterno, son algunas de las circunstancias analizadas por Roudinesco para explicar de dónde surge el pensamiento freudiano.
El psiquiatra vienés exploraría una forma inédita de entender la sexualidad humana, horrorizado por la praxis que veía a su alrededor: niños acomplejados por la culpabilidad de sus masturbaciones, mujeres histéricas sometidas a infames intervenciones, aparatos que impedían juntar las piernas, relatos que sembraban el terror ante la aparición del deseo sexual… Freud inventaría un nuevo relato de los orígenes donde el sujeto moderno venía a ser el héroe de una tragedia. Haría ver que la sexualidad humana es una disposición psíquica universal y que su modo de expresión más eficaz es a través del inconsciente.
Pero el mandato de ese impulso sexual o libido es imperativo y autoritario y a él se opone una conciencia culpable que obstaculiza su libertad. El conflicto en el interior del individuo está servido, pero por primera vez en mucho tiempo las personas podían experimentar un sentimiento de alivio ante lo que ocurría en su propia intimidad.
En el esfuerzo que hace Roudinesco por contextualizar a Freud sobresale la importancia concedida a la relación con sus discípulos y colegas, de los que traza breves semblanzas. La mayoría pasarían de la amistad a la enemistad, de formar parte de su círculo íntimo a convertirse en adversarios que estimulaban la creatividad del maestro. No fue un hombre perfecto, nadie lo es, pero sí el pensador más influyente de su tiempo y… del nuestro. Que lograra curar a alguien ya es otra cuestión.
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