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lunes, 29 de agosto de 2016

Freud Busca la Salud Mental

Cae en las manos una biografía de Sigmund Freud (Freud en su tiempo y en el nuestro, editado por Debate), aparece su autora, Elisabeth Roudinesco al otro lado de la mesa y, ¿por dónde empezar la conversación? Por Proust, ¿por dónde iba a ser? En algún punto de su 600 páginas, Roudinesco habla de que el escritor y el psiquiatra se ignoraron mutuamente a pesar de que trataron del mismo mundo y de las mismas obsesiones en los mismos años. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo es que nunca habíamos caído hasta ahora en que existía ese hilo roto?
"El primero que escribió sobre esa paradoja fue Jacques Riviere en 1925, en un artículo en la Nouvelle Revue Française. Proust sabía quién era Freud, no podía no saberlo. Pero era hijo y hermano de médico y estaba en otra historia. Le interesaba más la memoria involuntaria, como Bergson. Lo de Freud es más curioso. Su gusto literario era calamitoso. No entendió nada de la literatura de su tiempo. No entendió las vanguardias, por mucho que las vanguardias lo sintieran muy cercano. Breton entrevistó a Freud y Dalí lo admiró mucho pero él no tuvo interés por ellos. Pero es que si piensa en otros escritores que hoy vemos como clásicos por ejemplo Stefan Zweig, Italo Svevo o Thomas Mann... Es lo mismo. Puede que Freud los respetara y tuviera un trato cordial con algunos de ellos, pero no los valoró justamente. Tampoco le gustaba el arte de la Secesión vienesa ni el cine. Bueno, sí, Chaplin sí que le gustaba... La primera vez que fue al cine fue en 1909, en américa, para ver una película de Chaplin. Pero lo que de verdad le interesaba era el siglo XIX, entre otras cosas, porque en su vida se ocupó de interpretar el pasado, no el presente.".
Y así, por una carretera secundaria, llegamos a una de las grandes paradojas de Freud en su tiempo y en el nuestro. Podríamos enunciarlo así: el psicoanálisis fue una de las corrientes que impulsaron un mundo nuevo en paralelo con las vanguardias, el feminismo, el socialismo... "y el sionismo, también", recuerda Roudinesco. Sin embargo, Freud no entendió el conjunto de la imagen. No le gustaban las vanguardias, no era feminista ni socialista y tampoco era exactamente sionista: "Él veía que estaba cambiando la cultura de su tiempo... Pero pensaba que lo hacía él solo. Si Freud viese los estudios que hacemos ahora sobre su vida, no le gustarían nada. Pero todo es un poco paradójico. Freud se tenía por un hombre liberal-burgués, y despué colaboraba con socialdemócratas austriacos, que tenían un programa de reformación social. Lo mismo con el arte o con las feministas... Pero también puede que dijese esas cosas para forjar la imagen de lobo solitario que tanto le gustaba".
La biografía de Roudinesco retrata a Freud en sus paradojas, en sus pequeños fracasos, en sus locuras... Queda la sensación de que el maestro era un tipo con sentido del humor, que se veía a sí mismo con cierta distancia. "Sí, con mucho humor". Y así también con su tema, la histeria. ¿Hablamos ya de la histeria?
"La histeria existía desde siempre pero, a partir de 1880, ocupa espacio en la plaza pública y se convierte en un asunto de alarma social. Es la imagen de una revuelta que empieza a romper y que esla revuelta de la liberación femenina. Freud lo pone al lado de otros dos paradigmas: la mujer histérica, el niño masturbador y el homosexual. Freud cambia la representación de esos tres paradigmas, de modo que entendamos que esas tres figuras están latentes dentro de cada uno de nosotros".
¿Y cuándo dejó de ser la histeria un problema social? "Con la liberación sexual, con los años 60. Lo que pasa es que ese paradigma da lugar a nuevos trastornos: ya no somos una sociedad reprimida/histérica, sino una sociedad depresiva/narcisista". Mejor, ¿no? "Bueno... Sí, es mejor tener libertad que no tenerla, mejor tener democracia que no tenerla, pero la felicidad perfecta no la hemos conquistado. En los países con gobiernos islamistas aún se ven muchos casos de histeria, como también se veían en la Unión Soviética... Nosotros, en cambio, tenemos el problema contrario, la sensación del deseo agotado".
Entonces, si ya no vivimos en una sociedad histérico/reprimida, ¿para qué nos sirve Freud hoy? ¿Qué ocurre con el psicoanálisis que cada vez más lo percibimos como un hábito cultural de las clases medias cultas y urbanas, más que como una disciplina clínica? Ir a terapia como el que hace yoga o el que va a clases de flamenco. "Hay una vertiente social y una vertiente clínica. El psiquiatra que hace psicoanálisis a un paciente con psicosis, existe aunque no se vea en la calle. Otra cosa es cuando aparece una paciente que tiene tres hijos con tres parejas diferentes, no tiene trabajo, su sentido de la identidad está deteriorado... ¿Qué puede hacer el psicoanalista? No es fácil. Puede reestablecer algunas bases, más que otra cosa".
Y continúa Roudinesco: "Se ha perdido un poco la frescura. Los pacientes llegan al psicoanálisis después de haber intentado mil terapias: han hecho deporte como terapia, se han comprado gatos como terapia, han leído poesía como terapia, han ido al homeópata como terapia. Hay una psicologización de la existencia que se traduce en que los pacientes ya no quieren hacerse preguntas, lo que quieren es estar mejor ya. Lo que muchos nos preguntamos es si de verdad hace falta terapia siempre. Si se muere mi madre, es natural que sienta dolor. ¿Por qué hay que tratar ese dolor con antidepresivos?".
Última pregunta: hemos empezado con Marcel Proust y no debemos irnos sin preguntar por Carl Gustav Jung. "Creo que lo he tratado con justicia en este libro, que he intentado estar por encima del dilema Jung contra Freud. Fue un clínico de la psicosis formidable. Luego se enfangó en aquelllo de la psicología de los pueblos, su obsesión por lo mitológico, el orientalismo y lo esotérico... A mí también me resulta más simpático Freud, esa idea suya del psicoanálisis para todos. Está claro que Freu ganó, Jung perdió. El mundo es freudiano, no jungiano. Pero no ignoro su valor".

Freud ELISABET ROUDINESCO

En octubre de 1909 Sigmund Freud escribía a Jung: «Debemos hacer nuestro el dominio de la biografía», pensando en extender la doctrina psicoanalítica y aplicarla a dilucidar los enigmas biográficos del mundo del arte y la literatura. En concreto, pensaba en Leonardo da Vinci, un hombre al parecer poco activo sexualmente. Su convicción era que la prodigiosa curiosidad intelectual del autor de La Gioconda se debía a la sublimación que había hecho del sexo en favor del saber y del trabajo. Es indudable que Freud proyectaba en la figura de Leonardo su propio cultivo de la abstinencia y lo cierto es que él sí había transformado su pulsión sexual en una pulsión creadora cuando, de acuerdo con su esposa, decidió suprimir las relaciones conyugales para evitar la llegada de más hijos (después de tener seis).
Pero ¿quién podía decirle a Freud que su primer interés por la biografía, género del que después se alejaría, se convertiría años después de su muerte en el mejor instrumento para desacreditarlo como científico? Es una historia que viene de lejos, que arranca del encargo que el SFA –los Sigmund Freud Archives, depositados en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, con miles de documentos reunidos devotamente por un grupo de psicoanalistas para evitar la dispersión y pérdida de su correspondencia después de 1945– hizo a un joven incisivo, brillante y oportunista a fin de que editara las cartas cruzadas entre Freud y uno de sus primeros interlocutores científicos, un médico berlinés llamado Wilhelm Fliess. Si bien este practicaba peligrosas intervenciones quirúrgicas, sus intuiciones fueron muy útiles al psiquiatra vienés, quien abandonó su teoría de la seducción para concentrarse en un nuevo rumbo en sus investigaciones.
Durante un tiempo, Freud y Fliess fueron como hermanos y este le estimuló con la lectura de los trágicos griegos, que Freud estudiaría muy provechosamente. En paralelo a aquella amistad se gestó La interpretación de los sueños, obra fundacional de la teoría psicoanalítica. Cuando Fliess la leyó acusó a Freud de robo de ideas y su entrañable relación se rompió para siempre. De ahí que fuera de enorme importancia la edición y publicación de las cartas de Freud a Fliess (las de vuelta se han perdido) para dilucidar la verdadera naturaleza de la aportación del psiquiatra vienés al psicoanálisis.

En la picota

El joven que recibió el encargo fue un desconocido, Jeffrey Masson, quien extrajo conclusiones sensacionalistas y poco fundamentadas sobre aquella correspondencia (El asalto a la verdad: la renuncia de Freud a la teoría de la seducción; Seix Barral, 1985), causando un daño irreparable al SFA y al propio Freud. Janet Malcolm escribiría un ensayo delicioso y punzante sobre todo ello (En los archivos de Freud; Alba, 2004). En todo caso, el libro de Masson se sumó al de Paul Roazen (Freud y sus discípulos; Alianza, 1986), tomando cuerpo la corriente revisionista en Estados Unidos conocida comoFreud bashing. Tanto el psicoanálisis como su fundador se vieron en la picota, imponiéndose la imagen de un hombre autoritario, maltratador, infiel y mentiroso.
Por su parte, el psicoanálisis iniciaba un periodo de languidez y de descrédito científico: se le acusaba de dogmatismo e ineficacia curativa. Michel Onfray quiso dar al freudismo la puntilla definitiva en su reciente El crepúsculo de un ídolo (Taurus, 2011), ensayo o panfleto publicado poco después de aparecer El libro negro del psicoanálisis (Sudamericana, 2007), orquestado por la psicología cognitiva. De forma muy resumida, este es el contexto contemporáneo de conflictos, filiaciones, disidencias, maestros, discípulos, pacientes, curas y especulaciones del que surge la última biografía de Freud, escrita por Elisabeth Roudinesco, saliendo al paso del Freud bashing a fin de trazar una síntesis ecuánime y documentada de su vida.
La autora, una historiadora especializada en psicoanálisis, escribió unaHistoria del psicoanálisis en tres volúmenes, de la cual el tercero se centraba en una biografía intelectual de Lacan (Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento; FCE, 1994) escrita con una envidiable potencia intelectual y narrativa.
Los ecos de aquel Lacan resuenan en este Freud en su tiempo y en nuestro tiempo, aunque queda lejos de aquel ambicioso proyecto. El afán reivindicativo de una figura injustamente denostada y la falta de revelaciones sustanciosas sobre un personaje que ha generado ya varias decenas de biografías definen el sentido de la obra. Una utilísima síntesis escrita con inteligencia y la voluntad de enmarcar y comprender a Freud en el contexto de las costumbres y valores de su tiempo.

Juntar las piernas

El judaísmo; el dominio absoluto de la fisiología en los estudios médicos; la feroz represión sexual que se desató en Europa entre 1850 y 1890; la desolación que sentían las mujeres, consumidas por la frustración, hasta el punto de no poder combatir sus múltiples impedimentos y coacciones más que mostrando su cuerpo sufriente; el pánico del poder patriarcal ante una posible feminización del cuerpo social; el dolor de los jóvenes, aplastados por el poder paterno, son algunas de las circunstancias analizadas por Roudinesco para explicar de dónde surge el pensamiento freudiano.
El psiquiatra vienés exploraría una forma inédita de entender la sexualidad humana, horrorizado por la praxis que veía a su alrededor: niños acomplejados por la culpabilidad de sus masturbaciones, mujeres histéricas sometidas a infames intervenciones, aparatos que impedían juntar las piernas, relatos que sembraban el terror ante la aparición del deseo sexual… Freud inventaría un nuevo relato de los orígenes donde el sujeto moderno venía a ser el héroe de una tragedia. Haría ver que la sexualidad humana es una disposición psíquica universal y que su modo de expresión más eficaz es a través del inconsciente.
Pero el mandato de ese impulso sexual o libido es imperativo y autoritario y a él se opone una conciencia culpable que obstaculiza su libertad. El conflicto en el interior del individuo está servido, pero por primera vez en mucho tiempo las personas podían experimentar un sentimiento de alivio ante lo que ocurría en su propia intimidad.
Paradójicamente, el hombre que fundaba una nueva doctrina psíquica apoyada en la primacía de la pulsión sexual era un neurótico de la sublimación. Freud se rodeó de mujeres que le hacían la vida grata y confortable dotándola de una infinita atención y feminidad, pero este era solo uno de los círculos de su vida. En otros estaban la relación con los colegas, los pacientes, los hijos, las antigüedades, sus perras, los libros, el amor a Roma, los puros, Viena, el arte y, por supuesto, el trabajo y el estudio. En su vivienda de dos plantas, Freud vivía como un patriarca a la antigua y mostraba desinterés por las novedades artísticas. No leyó a Proust, apenas prestó atención a Thomas Mann y desde luego ignoró la presencia política de Hitler hasta que fue demasiado tarde.
En el esfuerzo que hace Roudinesco por contextualizar a Freud sobresale la importancia concedida a la relación con sus discípulos y colegas, de los que traza breves semblanzas. La mayoría pasarían de la amistad a la enemistad, de formar parte de su círculo íntimo a convertirse en adversarios que estimulaban la creatividad del maestro. No fue un hombre perfecto, nadie lo es, pero sí el pensador más influyente de su tiempo y… del nuestro. Que lograra curar a alguien ya es otra cuestión.